jueves, 9 de julio de 2009

Hay cosas que uno no puede olvidar

En un momento John Wayne se da vuelta y se defiende de un bruto cachetazo que le quiere dar la muy irlandesa Maureen O'Hara. Luego él la toma con fuerza y le da un beso como si fuera no sólo con los labios. Y le dice: "Hay cosas que uno no puede olvidar".
Yo no puedo olvidar una mañana en Moscú. Era el 18 de marzo de 1994. Estabamos con mi mujer solos en Moscú, en la Plaza Roja. No había mucha gente frente al Kremlin. Era un día gris. De repente, gruesos copones comenzaron a caer. Pero no hacía mucho frío.
Comenzamos a caminar sin rumbo fijo, por la calle Varvarka, hacia la zona de Kitai Gorod. Doblamos por Nikolski y luego por Ilinka, para meternos en una calle estrecha, la Bogoyavlenski, o de la Epifanía.
Ya la nieve comenzaba a molestar y los dos parecíamos unos muñecos Michelin de lo recubiertos por los blancos copos. Vimos que la gente se guarecía en una catedral. Hicimos lo mismo. Nos sentíamos viviendo en una obra de Tolstoy o Dostoevsky.
Tenía algo mágico. Cuando entramos, un grueso cortinado oscuro separaba la entrada de la nave donde se estaba en misa.
El incienso, el calor luego del intenso frío en la calle, los jóvenes persignándose y las mujeres con sus pañuelos en la cabeza. Sentí la mística de la ortodoxia. No quería salir. Nunca lo hice.

lunes, 25 de mayo de 2009

Pushkin y Boca Juniors

Debo ser uno de los pocos argentinos a los que no le gusta el fútbol ni el dulce de leche. Y casi siempre voto en contra de la mayoría de mis compatriotas. Pero una vez el deporte más popular del mundo nos permitió a mi mujer y a mí evitar una espera debajo de la nieve.
Fue en nuestro segundo viaje a Rusia, cuando visitamos Tsarskoye Selo, también conocida como Ciudad Pushkin, a unos 40 km de San Petersburgo. La excursión incluía una visita al gran palacio de Catalina. Como ya lo habíamos visitado el año anterior, se nos ocurrió recorrer las instalaciones del antiguo Liceo, una instalación educativa destinada a los hijos de los nobles y que funcionó durante varias décadas en el siglo XIX.
Entre sus pupilos famosos se encontró el poeta nacional ruso, Alexander Pushkin (1799-1837). El lugar, ahora abierto a las visitas, se encuentra al lado del palacio de Catalina. Por eso acordamos con Andrea, mientras nuestros compañeros de tour se encontraban allí, recorrer las habitaciones y salas de estudio del Liceo.
Llegamos a sus puertas sin saber a qué hora abría al público. La nieve tenía unos 30 cm de profundidad. Por supuesto, al llegar nos enteramos que teníamos que esperar una hora, sin siquiera un alero donde resguardarnos.
Estábamos allí ramoneando rabia, solos, tiritando, cuando vimos que un hombre de unos 30 años se acercaba con toda la intención de entrar al lugar. Y lo hizo. Era un portero que llegaba a su jornada de trabajo. Nos dijo, con cara de pocos amigos, que faltaba una hora para abrir.
Nosotros, con una sonrisa, le respondimos que estaba bien. Nuestro acento inconfundible de extranjeros cuando hablamos ruso lo llevo a cambiar su expresión y preguntarnos de dónde veníamos.
Cuando le hicimos saber nuestra condición su cara se iluminó. "¿Argentinos? ¡Maradona! ¡¡Boca Juniors!!". Y al instante nos abrió las puertas.
"Soy fanático de Boca Juniors. Miren, vean lo que tengo en mi oficina", dijo este ruso del que nunca supimos el nombre. Su oficina consistía en un pequeño cuartito donde guardaba escobas, palas, baldes y trapos de pisos. Y su única decoración, del piso hasta el techo, eran fotos de Boca Juniors en sus distintas formaciones durante los últimos diez años.
No me imagino cómo y dónde habrá conseguido esas ajadas ilustraciones de El Gráfico y otras revistas argentinas. Pero al instante me preguntó si lo conocía al Diego. Considerando que no conocía como reaccionaría si le contaba que sólo lo había visto brevemente al ídolo en Tribunales, en una de las veces que tuvo que ir a declarar por una causa por tenencia de drogas, mentí. Prácticamente Maradona se convirtió en un habitué de mi casa.
Fue decir eso para que nos jurara que nos llevaría él mismo a recorrer el Liceo. Nos mostró los salones de clases, donde el precoz Pushkin recitaba sus poemas ante una audiencia maravillada –ver el cuadro de Ilya Repin sobre el tema que aparece en esta entrada–, el pequeño cuarto donde vivía.
Cuando terminó la visita VIP para argentinos, el ruso boquense me pegó un abrazo de oso. Supongo que querría que una persona que se codeaba habitualmente con el dios del balompié le transmitiera algo de su mágica áurea.

martes, 12 de mayo de 2009

Si Iván viviera

No puedo abandonar El día del opríchnik, de Vladimir Sorokin, que compré esta mañana camino al diario. "¡Bueno es que se acumule nieve! Cubre las vergüenzas de la tierra. Y gracias a ella el alma se hace más limpia."

Me tiene atrapado esta distopía de una sociedad rusa de 2028 que sigue las normas implantadas por Iván IV, el Terrible, con su aterradora guardia pretoriana  de la oprichnina (опричнина), barriendo a fuego y sangre los designios del heredero del Rurik, todavía sentado en el trono del kremlin

"Nosotros pronto seremos cenizas, volaremos a los mundos del más allá, pero los gloriosos abetos moscovitas  seguirán desafiando al tiempo, abarcándolo con sus ramas majestuosas", me dice Sorokin

Dejo el libro en la mesa y voy hasta la biblioteca del comedor. Busco la biografía novelada de Iván el Terrible por Henri Troyat, en una edición de Emecé de 1982. Leo las partes dedicadas a la oprichnina y su ordalía colectiva con el aval del Estado contra miembros de la nobleza y de los plebeyos. Casi siento el knut lacerando mis heridas imaginarias. Imagino a los oprichniki (oпричники) con sus negros caftanes, cabalgando con el viento como una nueva ira de Dios.

"Juro ser fiel al Zar y a su imperio, al joven Zarevich y a la Zarina, y revelar todo lo que sepa o pueda saber sobre cualquier maniobra dirigida contra ellos por unos o por otros. Juro renegar de mi ascendencia y olvidar a mi padre y a mi madre", es el juramento de sus integrantes, leoo en el tomo de Troyat

Con sus remordimientos o sin ellos, los huesos de Iván IV descansan detrás del iconostasio de la catedral del Arcángel Miguel, dentro del reducto amurallado de la fortaleza de Moscú. Las víctimas de sus oprichniki son viento en las estepas.

¿Porqué me acuerdo imprevistamente de La Pasión de Cristo, de Mel Gibson, tan ferozmente cuestionada? ¿Asocio la tortura del nazareno con las víctimas del knut? Vi la película el día del estreno en la Argentina, una mañana de fines de un verano. La gente a mi alrededor gimoteaba. Otras lloraban a cántaros.

Se le critica que era imposible que su tortura pudiera extenderse por tantos y tantos latigazos, tanta sangre en pantalla. Yo no estoy de acuerdo con estas opiniones. A mí me gustó la discutida obra. El gran misterio de Cristo comienza con su pasión, con su muerte. Pero, ¿qué me llevó a escribir sobre Jesús?

Campanas en la Plaza Roja

La Plaza Roja no sólo es roja terracota. Es hermosa. Es más, en ruso antiguo la palabra que indica el color también señalaba algo bello. Por eso, la Plaza Roja en realidad significa Plaza Hermosa.

El día oficial del comienzo del invierno de 2008, покровка (pokrovka), cuando antiguamente se cerraba el río Moscú con el hielo, estaba allí. Era a la media mañana. Había una bruma extraña, casi mágica. De repente, comenzaron a sonar las campanas de las iglesias del Kremlin. Con mi modesta cámara Kodak filmé algunos minutos. Cada vez que veo este video me pregunto: ¿Volveré otra vez?

lunes, 4 de mayo de 2009

Troya en Moscú

La historia de Heinrich Schliemann (1822 - 1890), el arqueólogo bajo mil banderas, cautivó mi mente infantil desde que leí su biografía en el libro El toro de Minos. El descubridor de la Troya homérica y del círculo de tumbas reales de Micenas, el millonario alemán, el buscador de oro en California, el exitoso industrial ruso, el griego de alma, el políglota consumado, vivió una vida para envidiar. De chico, su padre le leía la Ilíada. Con su lógica teutona dedujo que Homero no podría haber inventado con todo detalle lo que nunca hubiera existido. Troya había sido algo tangible y sufrido la venganza de un marido aqueo engañado. De una ciudad tan maravillosa algún rastro tenía que haber quedado. El la encontraría.
Su fe dio frutos. Este arqueólogo aficionado fue capaz de encontrar en Hisarlik, Turquía, junto a su esposa griega Sophia –en la foto ataviada con parte de las joyas del llamado Tesoro de Príamo–, no una sino las sucesivas Troyas que desde la más remota antigüedad y hasta el período romano se levantaron en esa colina. Pero aunque equivocado en cuanto a cuál era la Troya homérica, Schliemann encontró un tesoro de oro que él atribuyó a uno de los héroes de la guerra entre aqueos y las fuerzas de Ilión, como también se llamaba a esa ciudad.
Ese espléndido tesoro, no sólo por el valor en oro sino también por lo histórico y artístico, siguió un accidentado periplo, tras haber sido sacado subrepticiamente por Schliemann desde Anatolia.
Donado por el arqueólogo a Berlín, se mantuvo en un museo de la capital alemana hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando desapareció misteriosamente al producirse el ingreso de las tropas soviéticas.
Llegaron los tiempos de cambio y un día, imprevistamente, se anunció oficialmente que el tesoro de Príamo se encontraba al resguardo del Museo Pushkin (www.museum.ru/gmii/defengl.htm), en Moscú.
Los alemanes reclamaron. Los rusos les hicieron saber que no habría problemas, mientras que los germanos devolvieran todas las obras de arte que habían saqueado durante los años de fuego.
Hoy, el tesoro de Príamo sigue en uno de los salones del Museo Pushkin. Cualquiera, por la entrada general de 300 rublos (precio en diciembre de 2008) puede solazarse con él.
Joyas, recipientes, amuletos, vasijas, minúsculas lentes, todo realizado con un elevado grado de profesionalismo y maestría en el arte del tallado y la fundición. Aunque ocupa una sala, podría quedarme horas allí. ¿Quienes habrán usado esos objetos que datan de hace más de tres mil años? ¿Cómo habrán vivido? ¿Habrán muerto en sus camas plácidamente o en una conflagración? ¿Quién juntó todos esos objetos? Cientos de preguntas surgen. Tal vez nunca obtendremos las respuestas.
Quisieron los dioses que en abril de 2008 estuviera en Estambul. Allí, en el Museo Arqueológico (İstanbul Arkeoloji Müzesi), se encuentra toda una sala destinada a hallazgos realizados en las diversas Troyas.
En diciembre de ese mismo año estuve con el Tesoro de Príamo, en Moscú. Supongo que me estoy acercando a Troya.

viernes, 1 de mayo de 2009

Tinta roja

Durante todos estos años escribí para La Nación varios artículos sobre Rusia. Aquí los enlaces a algunas de esas notas en su versión online:

Un tour espiritual por templos ortodoxos (8 de noviembre de 2009)

Moscú, para amantes de la arquitectura (17 de mayo de 2009)

Moscú, capital en rojo (4 de enero de 2009)

Eugene Kaspersky o cómo aprender a vivir de los virus (27 de marzo de 2009)

Las innovaciones que llegaron del frío (14 de noviembre de 2008)

Carl Fabergé, el orfebre de los zares (17 de abril de 2000)

Por las calles nevadas de Moscú (7 de enero de 2000)

lunes, 16 de febrero de 2009

Normas de urbanidad en el Hermitage

En una época era terra incognita, pero a partir de los siglos XV y XVI comenzaron a llegar a Rusia viajeros extranjeros que luego plasmaron en diversos libros sus impresiones de esas tierras lejanas.
Tenemos, por ejemplo, el relato de los tiempos turbulentos previos a la llegada al trono de los Romanov, hecho por el capitán francés Jacques Margeret y titulado Etat de l'Empire de Russie, et grand-duché de Moscovie, 1606. También llegaron a Rusia viajeros de otras nacionalidades, como el inglés Giles Fletcher, embajador ante el zar Feodor entre 1584 y 1585 y que luego volcó sus experiencias en Of the Russe Commonwealth.
Pero viniendo más acá en el tiempo, a las primeras décadas del siglo XIX, tenemos el extenso libro del marqués Astolphe de Custine, un noble francés (1790-1857) que visitó Moscú y San Petersburgo en 1839.

De la versión publicada por Doubleday en inglés, en 1989, Empire of the Czar, que cubre casi por completo el texto de Custine –fueron eliminados, según los editores, largas disquisiciones del viajero sobre la religión ortodoxa rusa– extraemos algunas reglas que estaban colocadas en una sala del Museo del Hermitage y que debían ser cumplidas por todos los visitantes, y que, según el autor, fueron mandadas a poner allí por Catalina la Grande.
A decir verdad, cuando estuvimos con mi mujer en el Hermitage no encontramos estas recomendaciones. Vayamos, entonces, a ellas:

  • Al ingresar, el título y el rango deben dejarse afuera, tanto como el sombrero y la espada.
  • Pretensiones basadas en las prerrogativas de nacimiento, orgullo, u otros sentimientos de una naturaleza similar, deben ser dejadas en la puerta.
  • Sea divertido; sin embargo, no rompa nada ni estropee nada.
  • Sientese, parese, camine, haga lo que le plazca, sin oír a nadie.
  • Hable con moderación y no muy a menudo, para evitar molestar a otro.
  • Discuta sin enfado y sin acalorarse.
  • Juegos inocentes, propuesto por cualquier miembro de la sociedad, debe ser aceptado por otros.
  • Coma lento y con appetite; tome con moderación. Que cada uno pueda caminar derecho cuando sale de aquí.
  • Deje todas las peleas en la puerta. Lo que a uno le entra por un oído le debe salir por el otro antes de atravesar el umbral del Hermitage. Si cualquiera viola estas reglas, por cada falta que verifican dos testigos se debe beber un vaso de agua fresca (las damas no se exceptúan); además, se debe leer en voz alta una página de la Telemaquíada –un poema de Frediakofsky–. Quien quiera que falla en tres de cualquiera de estos artículos, debe aprender de memoria seis líneas de la Telemaquíada. Quien falla en el el décimo artículo, jamás podrá ingresar de nuevo al Hermitage.

miércoles, 28 de enero de 2009

La retirada desde Moscú en 1812


"Miraba a los cientos de cadáveres con indiferencia; los que caían al suelo se golpeaban la cabeza contra el hielo, luego veía cómo se levantaban y se volvían a caer, oía sus quejidos y lamentos, y cómo retorcían y se agarraban donde fuera. Nunca olvidaré el horror del hielo y la nieve pegados a sus bocas. Sin embargo, no sentía ninguna compasión, en mi mente sólo había lugar para mis amigos.

"Durante aquel mes, el frío aumentaba día tras día. Debía tener mucho cuidado para no quedarme congelado, y el hecho de mantenerme ocupado día y noche buscando comida para que mi caballo y el del mayor no murieran de hambre me ayudó. Cabalgué unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda con el fin de encontrar un pueblo y cargar algo de paja o gavillas sin trillar; para que no me robaran debía cabalgar encima de ellas."

(Diario de un soldado de Napoleón, Jakob Walter, Editorial Edhasa, 2004, Barcelona) 

sábado, 24 de enero de 2009

La historia de Héctor

Héctor había enviudado hacía poco y su hija no había encontrado mejor idea que mandarlo en viaje turístico a Rusia para que se repusiera de su pena. Era pleno invierno del '93. Héctor fue con un pullover de media estación, medias de verano y una campera de cuero.

Como todo hombre mayor, Héctor tenía la costumbre de ir al baño cada dos por tres. Esta necesidad fisiológica le trajo un disgusto que pudo llegar a ser serio.

Debíamos hacer el viaje nocturno por tren entre Moscú y San Petersburgo. Allí fuimos a la estación, siempre acompañados por nuestra guía, Olga, quien estaría con nosotros todo el trayecto hasta la antigua capital de Pedro el Grande.

Llegamos con tiempo. Héctor expresó su deseo de ir al baño, pero los baños del tren estaban sin abrir, ya que se habilitarían sólo cuando el convoy estuviera en camino. No aguantó y se fue al baño de la estación sin decirle nada a nadie. Y allí comenzó su calvario.

Cuando regresó, aliviado ya el buen hombre, se confundió de tren –todos los trenes rusos tenían el mismo color verde oliva– y se subió a uno que arrancó de inmediato.

Nuestra Olga se percató de que le faltaba uno de sus polluelos. ¿Y Héctor? ¿Alguien lo vio? Comenzó su desesperación y se fue como loca a preguntar si alguien lo habían visto en los andenes. Cómo lo averiguó nunca lo supe, pero cuando descubrió que Héctor estaba en ese otro tren, con un destino conocido, se puso al borde del llanto. Era mucha responsabilidad para ella. Ella no podía perder a nadie.

Pero los trenes rusos tenían medios de comunicación. Yo me imagino al pobre Héctor, sentado en un camarote con tres rusos que le ofrecían vodka, cuando llegó un guardia de seguridad, lo tomó del hombro y lo bajó del tren. El guardia, no hablaba español. Héctor, no hablaba ruso.

En medio de la noche, en un recodo del camino, a campo traviesa y con sólo algunos solitarios álamos a la vista, el guardia y Héctor, esperaron la llegada de nuestro tren.

Nuestro tren paró y Héctor cuando nos vio, se puso a llorar. A partir de ese momento, Héctor tuvo un guía ruso sólo para él. Lo seguía a todo instante durante nuestra visita a San Petersburgo. Supongo que quedaron amigos.

viernes, 16 de enero de 2009

¿Tratar de entenderla?


No puedo aventurar a usted qué posición tomará Rusia. Es un acertijo envuelto en un misterio, dentro de un enigma. Winston Churchill, estadista británico (1874-1965), octubre de 1939.


Uno no puede comprender a Rusia con la mente. Ella no puede ser medida con ningún criterio. Más bien tiene una trascendencia especial: en Rusia sólo puedes creer. Fyodor Ivanovich Tyutchev, poeta ruso romántico (1803-1873)

jueves, 15 de enero de 2009

La muerte de un Patriarca

¿Cuántas veces en la vida uno participa en un hecho histórico? En mi caso, solo unas pocas veces. Me pongo a pensar en cuántas cosas que alguna vez estarán en un libro de historia mi hijo podrá decir: "Mi viejo estuvo allí". Me viene a la mente el regreso de la democracia en mi país, los levantamientos de Semana Santa y Campo de Mayo. No muchos más.

Quiso la casualidad que en mi viaje de diciembre de 2008 a Moscú ocurriera un hecho de significación para el mundo ortodoxo y el pueblo ruso. Esto fue la muerte del Patriarca de Moscú y toda Rusia, Alexis II. Este sacerdote, cuyo nombre laico era Alexey Mikhailovich Ridiger, fue el jefe de la religión mayoritaria del pueblo ruso durante todos los años de la difícil transición tras la caída del comunismo.

Estando yo en la ciudad para una conferencia organizada por la empresa de antivirus Kaspersky ocurre la muerte del Patriarca. A la mañana siguiente me digo "al diablo con los virus, yo me voy al velatorio".

Tomo el metro y bajo en la estación Kropotinskaya, a unos pasos de la colosal catedral de Cristo el Salvador, sobre la calle Voljonka. Ya espontáneamente se ha formado una fila a la espera de que se pueda entrar a la capilla ardiente y dar el último adiós al Patriarca.

Gran movimiento de fuerzas policiales. Todo está en el comienzo. Me pongo a filmar con mi máquina de fotos. Se están colocando frente al templo detectores de metales como los que hay en los aeropuertos. No sea cosa que se quiera atentar cuando estén presentes las principales autoridades del Estado ruso, presidente Dmitri Medvedev incluido. O el primer ministro Vladimir Putin.

El día se presenta gris, con una tenue llovizna. La gente lleva en las manos una rosa o un ramo de flores. Cruzo la calle Voljonka para poder filmar desde enfrente y, cuando quiero volver a las puertas de la catedral, la policía me lo impide.

Vuelvo al congreso de computación. Durante todo el día, bajo la lluvia, la gente hará largas filas para poder persignarse frente a su pastor. Sigue el largo velorio durante toda la noche. A los pocos días será el sepelio de Alexis II en la Catedral de la Epifanía, pero yo no podré asistir ya que ya estaré en Buenos Aires.

El 27 de enero de 2009 será elegido el nuevo Patriarca. Ahora el pastor sera Kirill, metropolita de Smolensk y Kaliningrado, nacido como Vladimir Mikhailovich Gundyayev. Un hombre encargado durante muchos años de representar a su religión en el movimiento ecuménico universal, será quien tendrá la responsabilidad de cuidar el rebaño de los ortodoxos rusos, en un mundo donde lo profano y el mercantilismo prevalece sobre lo espiritual.


miércoles, 14 de enero de 2009

Encuentro cercano con la mafia chechena


El sueño se hizo realidad por primera vez en marzo de 1993. Pisaremos tierra rusa. Luego de varios años de estudio del idioma, en tiempos menemistas del uno a uno mediante, una tarde de sábado del verano del 92-93 me puse a sacar cuentas y me di cuenta que podíamos afrontar los gastos de un pequeño viaje a Rusia.
Claro, mi mujer aceptó con una pequeña condición: teníamos que pasar por Eslovenia para ver a su lejana y cercana familia allí. Trato hecho. Pero esa es otra historia.
El 10 de marzo de 1993 un avión de Aeroflot que nos traía desde Viena, llegó a Sheremetevo 2, el aeropuerto de Moscú. Era de noche y la nieve acunaba al bosque que rodea toda la región.
El agente de inmigración, de estricto uniforme de corte militar, me miraba y miraba el pasaporte. Hacía como si revisara algo debajo del escritorio. Yo ponía mi mejor cara de inocente. De repente el joven cambió su rostro, sonrió y me dijo: Mr, ¿cigarrettes?. Cuando le indiqué que no tenía, volvió a su cara de KGB de las películas.
Buscamos las valijas y salimos al hall de la estación, donde supuestamente nos esperaba el transfer para el hotel. El hall, más que Moscú, me pareció Samarkanda, Ulan Bator o Saigón. Taxistas nos gritaban ofreciendo sus dudosos servicios. Nunca me gustaron los taxistas, en ningún lugar del mundo.
De repente, un gordito retacón nos mostró un cartel con mi apellido. Lo seguimos. El estacionamiento parecía estar ubicado en Siberia, por lo que tuvimos que caminar hasta nuestro medio de transporte.
La ruta a la capital atravesaba una infinita ruta boscosa, nevada, solitaria, sin viviendas, oscura. Me entró el miedo de golpe. ¿Y si nos asalta? ¿Nos roba todo y nos deja semidesnudos en la nieve? Con Andrea nos mirábamos y yo trataba de mostrar cara de seguridad. Por suerte no me veía claramente. Luego me confesó que sentía lo mismo que yo.
Finalmente, luego de una hora muy larga, llegamos a nuestro destino. Era el Hotel Salyut. Muy enorme, muy soviético.
Dos guardias de 2 metros de altura, con uniforme camuflado de combate y botas negras lustrosas, estaban en la puerta pidiendo el pasaporte a los que entraban. Esos Rambos rusos llevaban cachiporras y cara de pocos amigos. Luego me enteré que era mejor que estuvieran allí. El hotel era, en ese momento, el lugar de hospedaje preferido para los integrantes de la mafia chechena.

lunes, 12 de enero de 2009

Piedras con alma

A veces me asusto pensando en que las cosas pueden tener algo procedente de los humanos. No digo el alma o el espíritu. No creo tanto en el animismo. Pero me emociona tocar un edificio, una columna, un edificio, en donde estuvo Napoleón, el emperador Adriano o el último basileus bizantino, Constantino XI. ¿Qué habrán pensado cuando estaban allí? ¿Se habrán apoyado en esa pared?
En diciembre de 2008 visité el kremlin moscovita. Un día nublado, no muy frío. La nieve no se decidía a llegar. Estuve en la plaza de las Catedrales. Dentro de la catedral del Arcángel Miguel, último lugar de reposo para los zares y grandes príncipes hasta Pedro el Grande, me encontré a pocos metros de donde reposan los huesos de Iván IV, el Terrible. A su lado, está lo que queda de su hijo asesinado por él mismo en un rapto de ira incontenible. ¿Qué habrá sentido Iván cuando llevaban a su heredero a la oscuridad sin fin? ¿Habrá llorado? ¿Lo habrá perdonado por atreverse a gritarle?
Salgo de allí y, a pocos metros, están las murallas de la fortaleza que dan sobre el río Moscú.
Me apoyo en la baranda. Los cuervos negros graznan. Enfrente, una Moscú muy viva me espera.

jueves, 8 de enero de 2009

Mis primeros palotes


En mi ADN no hay ni un rastro de sangre rusa. Quiere decir que por ese lado no es. ¿Será por eso que dice Sean Connery en La Casa Rusia cuando le preguntan porqué va tantas veces a ese lejano país y el responde que ama la manera en que rusos tratan de superar todas las desgracias de su historia? No creo.
Mi acercamiento a Rusia nació en mis visitas al diario La Nación, donde trabajaba mi padre, allá por fines de la década del sesenta. Uno podía encontrar allí un caos de periodistas que tenían los más diversos intereses culturales y hobbies. No en vano podía encontrarse en ese pequeño universo de la calle San Martín, acodado a la medianoche en la barra del comedor, a Manucho Mujica Láinez.
Uno de estos periodistas, Octavio Hornos Paz, el hombre más culto que encontré en mi vida, fue el culpable y voy a explicar por qué. Sus intereses iban desde la literatura inglesa, la medicina o los idiomas más inverosímiles y lejanos, como el turco, el griego moderno y el swahili. Y entre sus preferencias estaba el ruso. Gracias a él lo conocí, cuando me escribió en los manteles de papel que se usaba en el bar de La Nación, las primeras palabras en cirílico. Yo tenía 10 años y me regaló mi primer manual del idioma, escrito por Nina Potapova. Era Manual Breve de Lengua Rusa. Los extraños signos que se mezclaban con los del alfabeto latino tenían una extraña fascinación. Creo que la primera palabra que aprendí en ruso fue puente. En ruso, moct.
Y allí comenzó mi larga relación de toda la vida con Rusia, su literatura y los rusos.