miércoles, 28 de enero de 2009

La retirada desde Moscú en 1812


"Miraba a los cientos de cadáveres con indiferencia; los que caían al suelo se golpeaban la cabeza contra el hielo, luego veía cómo se levantaban y se volvían a caer, oía sus quejidos y lamentos, y cómo retorcían y se agarraban donde fuera. Nunca olvidaré el horror del hielo y la nieve pegados a sus bocas. Sin embargo, no sentía ninguna compasión, en mi mente sólo había lugar para mis amigos.

"Durante aquel mes, el frío aumentaba día tras día. Debía tener mucho cuidado para no quedarme congelado, y el hecho de mantenerme ocupado día y noche buscando comida para que mi caballo y el del mayor no murieran de hambre me ayudó. Cabalgué unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda con el fin de encontrar un pueblo y cargar algo de paja o gavillas sin trillar; para que no me robaran debía cabalgar encima de ellas."

(Diario de un soldado de Napoleón, Jakob Walter, Editorial Edhasa, 2004, Barcelona) 

sábado, 24 de enero de 2009

La historia de Héctor

Héctor había enviudado hacía poco y su hija no había encontrado mejor idea que mandarlo en viaje turístico a Rusia para que se repusiera de su pena. Era pleno invierno del '93. Héctor fue con un pullover de media estación, medias de verano y una campera de cuero.

Como todo hombre mayor, Héctor tenía la costumbre de ir al baño cada dos por tres. Esta necesidad fisiológica le trajo un disgusto que pudo llegar a ser serio.

Debíamos hacer el viaje nocturno por tren entre Moscú y San Petersburgo. Allí fuimos a la estación, siempre acompañados por nuestra guía, Olga, quien estaría con nosotros todo el trayecto hasta la antigua capital de Pedro el Grande.

Llegamos con tiempo. Héctor expresó su deseo de ir al baño, pero los baños del tren estaban sin abrir, ya que se habilitarían sólo cuando el convoy estuviera en camino. No aguantó y se fue al baño de la estación sin decirle nada a nadie. Y allí comenzó su calvario.

Cuando regresó, aliviado ya el buen hombre, se confundió de tren –todos los trenes rusos tenían el mismo color verde oliva– y se subió a uno que arrancó de inmediato.

Nuestra Olga se percató de que le faltaba uno de sus polluelos. ¿Y Héctor? ¿Alguien lo vio? Comenzó su desesperación y se fue como loca a preguntar si alguien lo habían visto en los andenes. Cómo lo averiguó nunca lo supe, pero cuando descubrió que Héctor estaba en ese otro tren, con un destino conocido, se puso al borde del llanto. Era mucha responsabilidad para ella. Ella no podía perder a nadie.

Pero los trenes rusos tenían medios de comunicación. Yo me imagino al pobre Héctor, sentado en un camarote con tres rusos que le ofrecían vodka, cuando llegó un guardia de seguridad, lo tomó del hombro y lo bajó del tren. El guardia, no hablaba español. Héctor, no hablaba ruso.

En medio de la noche, en un recodo del camino, a campo traviesa y con sólo algunos solitarios álamos a la vista, el guardia y Héctor, esperaron la llegada de nuestro tren.

Nuestro tren paró y Héctor cuando nos vio, se puso a llorar. A partir de ese momento, Héctor tuvo un guía ruso sólo para él. Lo seguía a todo instante durante nuestra visita a San Petersburgo. Supongo que quedaron amigos.

viernes, 16 de enero de 2009

¿Tratar de entenderla?


No puedo aventurar a usted qué posición tomará Rusia. Es un acertijo envuelto en un misterio, dentro de un enigma. Winston Churchill, estadista británico (1874-1965), octubre de 1939.


Uno no puede comprender a Rusia con la mente. Ella no puede ser medida con ningún criterio. Más bien tiene una trascendencia especial: en Rusia sólo puedes creer. Fyodor Ivanovich Tyutchev, poeta ruso romántico (1803-1873)

jueves, 15 de enero de 2009

La muerte de un Patriarca

¿Cuántas veces en la vida uno participa en un hecho histórico? En mi caso, solo unas pocas veces. Me pongo a pensar en cuántas cosas que alguna vez estarán en un libro de historia mi hijo podrá decir: "Mi viejo estuvo allí". Me viene a la mente el regreso de la democracia en mi país, los levantamientos de Semana Santa y Campo de Mayo. No muchos más.

Quiso la casualidad que en mi viaje de diciembre de 2008 a Moscú ocurriera un hecho de significación para el mundo ortodoxo y el pueblo ruso. Esto fue la muerte del Patriarca de Moscú y toda Rusia, Alexis II. Este sacerdote, cuyo nombre laico era Alexey Mikhailovich Ridiger, fue el jefe de la religión mayoritaria del pueblo ruso durante todos los años de la difícil transición tras la caída del comunismo.

Estando yo en la ciudad para una conferencia organizada por la empresa de antivirus Kaspersky ocurre la muerte del Patriarca. A la mañana siguiente me digo "al diablo con los virus, yo me voy al velatorio".

Tomo el metro y bajo en la estación Kropotinskaya, a unos pasos de la colosal catedral de Cristo el Salvador, sobre la calle Voljonka. Ya espontáneamente se ha formado una fila a la espera de que se pueda entrar a la capilla ardiente y dar el último adiós al Patriarca.

Gran movimiento de fuerzas policiales. Todo está en el comienzo. Me pongo a filmar con mi máquina de fotos. Se están colocando frente al templo detectores de metales como los que hay en los aeropuertos. No sea cosa que se quiera atentar cuando estén presentes las principales autoridades del Estado ruso, presidente Dmitri Medvedev incluido. O el primer ministro Vladimir Putin.

El día se presenta gris, con una tenue llovizna. La gente lleva en las manos una rosa o un ramo de flores. Cruzo la calle Voljonka para poder filmar desde enfrente y, cuando quiero volver a las puertas de la catedral, la policía me lo impide.

Vuelvo al congreso de computación. Durante todo el día, bajo la lluvia, la gente hará largas filas para poder persignarse frente a su pastor. Sigue el largo velorio durante toda la noche. A los pocos días será el sepelio de Alexis II en la Catedral de la Epifanía, pero yo no podré asistir ya que ya estaré en Buenos Aires.

El 27 de enero de 2009 será elegido el nuevo Patriarca. Ahora el pastor sera Kirill, metropolita de Smolensk y Kaliningrado, nacido como Vladimir Mikhailovich Gundyayev. Un hombre encargado durante muchos años de representar a su religión en el movimiento ecuménico universal, será quien tendrá la responsabilidad de cuidar el rebaño de los ortodoxos rusos, en un mundo donde lo profano y el mercantilismo prevalece sobre lo espiritual.


miércoles, 14 de enero de 2009

Encuentro cercano con la mafia chechena


El sueño se hizo realidad por primera vez en marzo de 1993. Pisaremos tierra rusa. Luego de varios años de estudio del idioma, en tiempos menemistas del uno a uno mediante, una tarde de sábado del verano del 92-93 me puse a sacar cuentas y me di cuenta que podíamos afrontar los gastos de un pequeño viaje a Rusia.
Claro, mi mujer aceptó con una pequeña condición: teníamos que pasar por Eslovenia para ver a su lejana y cercana familia allí. Trato hecho. Pero esa es otra historia.
El 10 de marzo de 1993 un avión de Aeroflot que nos traía desde Viena, llegó a Sheremetevo 2, el aeropuerto de Moscú. Era de noche y la nieve acunaba al bosque que rodea toda la región.
El agente de inmigración, de estricto uniforme de corte militar, me miraba y miraba el pasaporte. Hacía como si revisara algo debajo del escritorio. Yo ponía mi mejor cara de inocente. De repente el joven cambió su rostro, sonrió y me dijo: Mr, ¿cigarrettes?. Cuando le indiqué que no tenía, volvió a su cara de KGB de las películas.
Buscamos las valijas y salimos al hall de la estación, donde supuestamente nos esperaba el transfer para el hotel. El hall, más que Moscú, me pareció Samarkanda, Ulan Bator o Saigón. Taxistas nos gritaban ofreciendo sus dudosos servicios. Nunca me gustaron los taxistas, en ningún lugar del mundo.
De repente, un gordito retacón nos mostró un cartel con mi apellido. Lo seguimos. El estacionamiento parecía estar ubicado en Siberia, por lo que tuvimos que caminar hasta nuestro medio de transporte.
La ruta a la capital atravesaba una infinita ruta boscosa, nevada, solitaria, sin viviendas, oscura. Me entró el miedo de golpe. ¿Y si nos asalta? ¿Nos roba todo y nos deja semidesnudos en la nieve? Con Andrea nos mirábamos y yo trataba de mostrar cara de seguridad. Por suerte no me veía claramente. Luego me confesó que sentía lo mismo que yo.
Finalmente, luego de una hora muy larga, llegamos a nuestro destino. Era el Hotel Salyut. Muy enorme, muy soviético.
Dos guardias de 2 metros de altura, con uniforme camuflado de combate y botas negras lustrosas, estaban en la puerta pidiendo el pasaporte a los que entraban. Esos Rambos rusos llevaban cachiporras y cara de pocos amigos. Luego me enteré que era mejor que estuvieran allí. El hotel era, en ese momento, el lugar de hospedaje preferido para los integrantes de la mafia chechena.

lunes, 12 de enero de 2009

Piedras con alma

A veces me asusto pensando en que las cosas pueden tener algo procedente de los humanos. No digo el alma o el espíritu. No creo tanto en el animismo. Pero me emociona tocar un edificio, una columna, un edificio, en donde estuvo Napoleón, el emperador Adriano o el último basileus bizantino, Constantino XI. ¿Qué habrán pensado cuando estaban allí? ¿Se habrán apoyado en esa pared?
En diciembre de 2008 visité el kremlin moscovita. Un día nublado, no muy frío. La nieve no se decidía a llegar. Estuve en la plaza de las Catedrales. Dentro de la catedral del Arcángel Miguel, último lugar de reposo para los zares y grandes príncipes hasta Pedro el Grande, me encontré a pocos metros de donde reposan los huesos de Iván IV, el Terrible. A su lado, está lo que queda de su hijo asesinado por él mismo en un rapto de ira incontenible. ¿Qué habrá sentido Iván cuando llevaban a su heredero a la oscuridad sin fin? ¿Habrá llorado? ¿Lo habrá perdonado por atreverse a gritarle?
Salgo de allí y, a pocos metros, están las murallas de la fortaleza que dan sobre el río Moscú.
Me apoyo en la baranda. Los cuervos negros graznan. Enfrente, una Moscú muy viva me espera.

jueves, 8 de enero de 2009

Mis primeros palotes


En mi ADN no hay ni un rastro de sangre rusa. Quiere decir que por ese lado no es. ¿Será por eso que dice Sean Connery en La Casa Rusia cuando le preguntan porqué va tantas veces a ese lejano país y el responde que ama la manera en que rusos tratan de superar todas las desgracias de su historia? No creo.
Mi acercamiento a Rusia nació en mis visitas al diario La Nación, donde trabajaba mi padre, allá por fines de la década del sesenta. Uno podía encontrar allí un caos de periodistas que tenían los más diversos intereses culturales y hobbies. No en vano podía encontrarse en ese pequeño universo de la calle San Martín, acodado a la medianoche en la barra del comedor, a Manucho Mujica Láinez.
Uno de estos periodistas, Octavio Hornos Paz, el hombre más culto que encontré en mi vida, fue el culpable y voy a explicar por qué. Sus intereses iban desde la literatura inglesa, la medicina o los idiomas más inverosímiles y lejanos, como el turco, el griego moderno y el swahili. Y entre sus preferencias estaba el ruso. Gracias a él lo conocí, cuando me escribió en los manteles de papel que se usaba en el bar de La Nación, las primeras palabras en cirílico. Yo tenía 10 años y me regaló mi primer manual del idioma, escrito por Nina Potapova. Era Manual Breve de Lengua Rusa. Los extraños signos que se mezclaban con los del alfabeto latino tenían una extraña fascinación. Creo que la primera palabra que aprendí en ruso fue puente. En ruso, moct.
Y allí comenzó mi larga relación de toda la vida con Rusia, su literatura y los rusos.