sábado, 24 de enero de 2009

La historia de Héctor

Héctor había enviudado hacía poco y su hija no había encontrado mejor idea que mandarlo en viaje turístico a Rusia para que se repusiera de su pena. Era pleno invierno del '93. Héctor fue con un pullover de media estación, medias de verano y una campera de cuero.

Como todo hombre mayor, Héctor tenía la costumbre de ir al baño cada dos por tres. Esta necesidad fisiológica le trajo un disgusto que pudo llegar a ser serio.

Debíamos hacer el viaje nocturno por tren entre Moscú y San Petersburgo. Allí fuimos a la estación, siempre acompañados por nuestra guía, Olga, quien estaría con nosotros todo el trayecto hasta la antigua capital de Pedro el Grande.

Llegamos con tiempo. Héctor expresó su deseo de ir al baño, pero los baños del tren estaban sin abrir, ya que se habilitarían sólo cuando el convoy estuviera en camino. No aguantó y se fue al baño de la estación sin decirle nada a nadie. Y allí comenzó su calvario.

Cuando regresó, aliviado ya el buen hombre, se confundió de tren –todos los trenes rusos tenían el mismo color verde oliva– y se subió a uno que arrancó de inmediato.

Nuestra Olga se percató de que le faltaba uno de sus polluelos. ¿Y Héctor? ¿Alguien lo vio? Comenzó su desesperación y se fue como loca a preguntar si alguien lo habían visto en los andenes. Cómo lo averiguó nunca lo supe, pero cuando descubrió que Héctor estaba en ese otro tren, con un destino conocido, se puso al borde del llanto. Era mucha responsabilidad para ella. Ella no podía perder a nadie.

Pero los trenes rusos tenían medios de comunicación. Yo me imagino al pobre Héctor, sentado en un camarote con tres rusos que le ofrecían vodka, cuando llegó un guardia de seguridad, lo tomó del hombro y lo bajó del tren. El guardia, no hablaba español. Héctor, no hablaba ruso.

En medio de la noche, en un recodo del camino, a campo traviesa y con sólo algunos solitarios álamos a la vista, el guardia y Héctor, esperaron la llegada de nuestro tren.

Nuestro tren paró y Héctor cuando nos vio, se puso a llorar. A partir de ese momento, Héctor tuvo un guía ruso sólo para él. Lo seguía a todo instante durante nuestra visita a San Petersburgo. Supongo que quedaron amigos.

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