miércoles, 14 de enero de 2009

Encuentro cercano con la mafia chechena


El sueño se hizo realidad por primera vez en marzo de 1993. Pisaremos tierra rusa. Luego de varios años de estudio del idioma, en tiempos menemistas del uno a uno mediante, una tarde de sábado del verano del 92-93 me puse a sacar cuentas y me di cuenta que podíamos afrontar los gastos de un pequeño viaje a Rusia.
Claro, mi mujer aceptó con una pequeña condición: teníamos que pasar por Eslovenia para ver a su lejana y cercana familia allí. Trato hecho. Pero esa es otra historia.
El 10 de marzo de 1993 un avión de Aeroflot que nos traía desde Viena, llegó a Sheremetevo 2, el aeropuerto de Moscú. Era de noche y la nieve acunaba al bosque que rodea toda la región.
El agente de inmigración, de estricto uniforme de corte militar, me miraba y miraba el pasaporte. Hacía como si revisara algo debajo del escritorio. Yo ponía mi mejor cara de inocente. De repente el joven cambió su rostro, sonrió y me dijo: Mr, ¿cigarrettes?. Cuando le indiqué que no tenía, volvió a su cara de KGB de las películas.
Buscamos las valijas y salimos al hall de la estación, donde supuestamente nos esperaba el transfer para el hotel. El hall, más que Moscú, me pareció Samarkanda, Ulan Bator o Saigón. Taxistas nos gritaban ofreciendo sus dudosos servicios. Nunca me gustaron los taxistas, en ningún lugar del mundo.
De repente, un gordito retacón nos mostró un cartel con mi apellido. Lo seguimos. El estacionamiento parecía estar ubicado en Siberia, por lo que tuvimos que caminar hasta nuestro medio de transporte.
La ruta a la capital atravesaba una infinita ruta boscosa, nevada, solitaria, sin viviendas, oscura. Me entró el miedo de golpe. ¿Y si nos asalta? ¿Nos roba todo y nos deja semidesnudos en la nieve? Con Andrea nos mirábamos y yo trataba de mostrar cara de seguridad. Por suerte no me veía claramente. Luego me confesó que sentía lo mismo que yo.
Finalmente, luego de una hora muy larga, llegamos a nuestro destino. Era el Hotel Salyut. Muy enorme, muy soviético.
Dos guardias de 2 metros de altura, con uniforme camuflado de combate y botas negras lustrosas, estaban en la puerta pidiendo el pasaporte a los que entraban. Esos Rambos rusos llevaban cachiporras y cara de pocos amigos. Luego me enteré que era mejor que estuvieran allí. El hotel era, en ese momento, el lugar de hospedaje preferido para los integrantes de la mafia chechena.

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