sábado, 31 de agosto de 2013

Tinta roja

Cuando me agacho, tomo un puñado de humus de un parque de la ciudad de Moscú y lo huelo, me conecto al pasado. Me transporta a otros siglos. ¿Quién habrá pisado esta misma tierra? ¿Mucha gente habrá peleado y muerto por ella? ¿Qué restos de huesos estarán allí, como una parte del todo?
Nuestro ADN también está en la patria en que nacemos y morimos, en esa tierra pisada por nuestros ancestros. Generación tras generación, abonamos la tierra y le dejamos un espacio a nuestros hijos y nietos. Esa delgada línea que une el pasado y el presente es lo que muestra Rusos, el libro de Edward Rutherford, que acabo de terminar de leer.

Como un bosque de árboles genealógicos que comienza en el siglo II de nuestra era, la fusión de familias y pueblos nos va llevando al resultado de lo que son hoy los rusos. Rusos de Rusia y rusos de cruzando las fronteras.
Eslavos, tártaros y occidentales. Paganos, ortodoxos y judíos. Viejos y nuevos creyentes. Son los Bobrov, Suvorin y Románov. A partir del año 1000 vemos cómo la iglesia manejó la rueca y el telar del tejido social del país, aunque hayan nacido y muerto zares e ideología. Pese a que cueste y duela para algunos.
Pero no sólo raíces y religión son los eslabones de una larga cadena invisible que enlazaron a los rusos. También las diversas disciplinas culturales, el arte, son las otras forjas de ese pueblo.
Hace unas semanas, de casualidad, encontré en un librería, y en español, El icono y el hacha, de James H. Billington, uno de las títulos clásicos sobre la historia cultural de aquel país. Ya lo había comprado en inglés a través de Amazon.com, pero soy un Oblomov para ponerme a leer en otros idiomas. Acumulo libros en inglés y en ruso que pasarán años antes de que abra sus páginas. Lo confieso.

Comencé con el libro de Billington en español y me atrapó. No obstante con varias décadas de publicado y por ende sin comprender los últimos movimientos artísticos de finales de la Unión Soviética y de la Rusia actual, su desarrollo es un río de letras atrapante.
Entonces recordé que ya tenía en mi biblioteca El Coro Mágico, de Solomon Volkov, y El baile de Natacha, de Orlando Figes, que todavía se encuentran en algunas librerías porteñas.
Ya los había leído, aunque no me acordaba. Los libros también pasan a ser una argamasa mía y me olvido algunas veces de su existencia, cuando pasan a formar parte de una fila oculta en mis bibliotecas.
De estos dos, me quedo con el de Figes, es más amplio y abarca más movimientos culturales.
Entonces, me acuerdo de un amigo abandonado. Hablo de Between Heaven and Hell, de W. Bruce Lincoln, todo un clásico de la bibliografía en cultura rusa.
No lo he leído todavía. Está en inglés. Espero no haber llegado a mis cinco mil libros. Un amigo una vez me dijo que un lector, leyendo mucho, puede leer como máximo unos 5000 libros en su vida. Aún restándole horas al sueño y al trabajo. Rezo para que este libro no sea el libro 5001 que se cruzó en mi vida.

domingo, 13 de enero de 2013

En las entrañas de Moscú

Oda a la dictadura del proletariado, pero con rasgos imperiales - Moscú

Astaróshna, Astaróshna, dvéri zakrivaiutsa, sliédusha stantsia, . (Atención, atención, las puertas se cierran, la próxima estación es, .). Esa frase, dicha por los altoparlantes de cada formación del subterráneo al partir, queda grabada en cualquiera que haya visitado esa maraña de trenes que corren por las entrañas de Moscú.
Si hay un adjetivo que cuadra bien a este medio de locomoción, o Moskovskii Metropoliten, es el de imponente. Es difícil tal vez calificar de hermosas a las primeras estaciones que fueron construidas durante la era stalinista. La arquitectura totalitaria no contemplaba lo bello. Utilitarismo y exaltación de los logros de la dictadura del proletariado, así como endiosar a la figura de José Stalin, eran los objetivos.
Sin embargo, sus candelabros, bajo y sobrerrelieves, mosaicos y estatuas no coincidían con el realismo socialista, las odas al tractor y el culto a Stajanov. Hoy entonces han quedado casi como una muestra de la época de los zares, una anacronía.
Las nuevas estaciones ya han perdido ese sabor de hace un siglo y se construyen en un estilo moderno, tecnológico, despojado. Ejemplos, las Dostoyevskaya y Mitino.
Quien esto escribe usó y recorrió el metro de Moscú por primera vez hace ya dos décadas. En todos estos años y en cuatro oportunidades vimos cambios, pero también constantes que reflejan valores del moscovita. Como lo lectores que son los rusos, siempre con libros y diarios en las manos, aunque hoy comienzan a verse algunos e-readers.
M de Moscú, de metropoliten y de... mundo subterráneo.
¿Qué llama la atención cuando llegamos a las estaciones céntricas? Tras encontrarnos el cartel en la calle con una M gigante que indica la entrada, la longitud de sus escaleras mecánicas. Son metros y metros que nos llevan a la profundidad de la capital rusa. Un medio de transporte, además, puede ser un buen refugio antiaéreo y no olvidemos que la primera línea, de 11 km de largo y 13 estaciones, fue inaugurada a sólo 4 años de que estalló la Segunda Guerra Mundial.

Hoy el subterráneo de Moscú tiene 12 líneas, 188 estaciones y alcanzó el año pasado un pico de 10 millones de pasajeros por día. Con un pasaje que cuesta 28 rublos (unos 90 centavos de dólar) por tramo sin límite de distancia ni trasbordos, es una forma rápida de moverse por la ciudad, que sufre atascamientos a cada instante. Hay también tarifas más económicas si se compran hasta 60 viajes.
El servicio es rápido y permite llegar a cualquiera de los puntos turísticos de Moscú sin tener que caminar más que un par de cuadras. Pero habrá que tener cuidado y tomar previamente un curso básico de cirílico si uno quiere manejarse por su cuenta y leer todos los carteles que hay en los túneles y en las áreas de trasbordo. Si no nos animamos, hay paseos turísticos.
¿Qué deberíamos visitar sí o sí? Las estaciones Komsomolskaya, Teatralnaya, Ploshchad Revoliutsi, Novokuznetskaya, Mayakovskaya y Park Kultury. Esta última sufrió un atentado terrorista en 2010.
Aunque éstas son solo algunas de las estaciones que valen la pena conocer. El paseo puede llevar una mañana completa, pero permite descubrir un pedazo del Moscú comunista, en el siglo XXI.
Manuel H. Castrillón

(De vuelta a mi primer amor, el Suplemento de Turismo del diario La Nación, de Buenos Aires, artículo publicado el 13/1/2013)