
En diciembre de 2008 visité el kremlin moscovita. Un día nublado, no muy frío. La nieve no se decidía a llegar. Estuve en la plaza de las Catedrales. Dentro de la catedral del Arcángel Miguel, último lugar de reposo para los zares y grandes príncipes hasta Pedro el Grande, me encontré a pocos metros de donde reposan los huesos de Iván IV, el Terrible. A su lado, está lo que queda de su hijo asesinado por él mismo en un rapto de ira incontenible. ¿Qué habrá sentido Iván cuando llevaban a su heredero a la oscuridad sin fin? ¿Habrá llorado? ¿Lo habrá perdonado por atreverse a gritarle?
Salgo de allí y, a pocos metros, están las murallas de la fortaleza que dan sobre el río Moscú.
Me apoyo en la baranda. Los cuervos negros graznan. Enfrente, una Moscú muy viva me espera.
Hoy justo estaba pensando en eso. En el animismo. Que los lugares vividos tienen algo especial y más aquellos que fueron testigos de grandes acontecimientos, de historias, personalidades. Algo queda grabado en sus paredes. Que sé yo, la energía. O acaso no somos eso.
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