Fue en nuestro segundo viaje a Rusia, cuando visitamos Tsarskoye Selo, también conocida como Ciudad Pushkin, a unos 40 km de San Petersburgo. La excursión incluía una visita al gran palacio de Catalina. Como ya lo habíamos visitado el año anterior, se nos ocurrió recorrer las instalaciones del antiguo Liceo, una instalación educativa destinada a los hijos de los nobles y que funcionó durante varias décadas en el siglo XIX.
Entre sus pupilos famosos se encontró el poeta nacional ruso, Alexander Pushkin (1799-1837). El lugar, ahora abierto a las visitas, se encuentra al lado del palacio de Catalina. Por eso acordamos con Andrea, mientras nuestros compañeros de tour se encontraban allí, recorrer las habitaciones y salas de estudio del Liceo.
Llegamos a sus puertas sin saber a qué hora abría al público. La nieve tenía unos 30 cm de profundidad. Por supuesto, al llegar nos enteramos que teníamos que esperar una hora, sin siquiera un alero donde resguardarnos.
Estábamos allí ramoneando rabia, solos, tiritando, cuando vimos que un hombre de unos 30 años se acercaba con toda la intención de entrar al lugar. Y lo hizo. Era un portero que llegaba a su jornada de trabajo. Nos dijo, con cara de pocos amigos, que faltaba una hora para abrir.
Nosotros, con una sonrisa, le respondimos que estaba bien. Nuestro acento inconfundible de extranjeros cuando hablamos ruso lo llevo a cambiar su expresión y preguntarnos de dónde veníamos.
Cuando le hicimos saber nuestra condición su cara se iluminó. "¿Argentinos? ¡Maradona! ¡¡Boca Juniors!!". Y al instante nos abrió las puertas.
"Soy fanático de Boca Juniors. Miren, vean lo que tengo en mi oficina", dijo este ruso del que nunca supimos el nombre. Su oficina consistía en un pequeño cuartito donde guardaba escobas, palas, baldes y trapos de pisos. Y su única decoración, del piso hasta el techo, eran fotos de Boca Juniors en sus distintas formaciones durante los últimos diez años.
No me imagino cómo y dónde habrá conseguido esas ajadas ilustraciones de El Gráfico y otras revistas argentinas. Pero al instante me preguntó si lo conocía al Diego. Considerando que no conocía como reaccionaría si le contaba que sólo lo había visto brevemente al ídolo en Tribunales, en una de las veces que tuvo que ir a declarar por una causa por tenencia de drogas, mentí. Prácticamente Maradona se convirtió en un habitué de mi casa.
Fue decir eso para que nos jurara que nos llevaría él mismo a recorrer el Liceo. Nos mostró los salones de clases, donde el precoz Pushkin recitaba sus poemas ante una audiencia maravillada –ver el cuadro de Ilya Repin sobre el tema que aparece en esta entrada–, el pequeño cuarto donde vivía.
Cuando terminó la visita VIP para argentinos, el ruso boquense me pegó un abrazo de oso. Supongo que querría que una persona que se codeaba habitualmente con el dios del balompié le transmitiera algo de su mágica áurea.